
Por Jair de Souza.
La semana pasada nos sorprendió una nota de duras críticas al cantante y compositor inglés Roger Waters, publicada en diversos órganos de prensa en nombre de un colectivo (brasileño) autodenominado Sionistas de Izquierda.
Como ya es habitual en el trato dispensado por estos «sionistas de izquierda» a quienes no comulgan con sus postulados en defensa del mantenimiento de las estructuras del Estado sionista de Israel, Roger Waters fue tachado implacablemente de antisemita, denominación que, entre los seguidores del sionismo, equivale a una inaplicable condena a muerte en el plano moral y espiritual.
¿Qué hizo Roger Waters que fuera tan grave como para merecer una descalificación condenatoria tan significativa como la de estar vinculado al antisemitismo? Lo que ocurrió fue que se atrevió a establecer una equivalencia entre las discriminaciones vigentes en el Estado de Israel en relación con el pueblo palestino y las que existían en perjuicio de los judíos en la Alemania de Hitler. En otras palabras, Roger Waters ha sido acusado de antisemita por haberse pronunciado contra lo que considera una persecución de tipo nazi practicada por el Estado de Israel contra el resto de la población palestina que aún vive en esa región.
¿Es justo o aceptable considerar antisemitas a quienes condenan las políticas discriminatorias adoptadas por el Estado de Israel contra el pueblo palestino? No es posible responder a esta pregunta sin tener claro el proceso que condujo a la creación de un Estado nacional judío compuesto y controlado principalmente por personas procedentes de países europeos en una parte de Oriente Medio que había estado habitada durante miles de años por los que ahora llamamos palestinos.
Para situar esta cuestión históricamente y de forma comparativa, antes de pasar al tema específico del Estado de Israel, recordemos un acontecimiento de características similares ocurrido en otra región del planeta.
En el siglo XIX, en un intento de mitigar los trastornos causados por la presencia de negros esclavizados en el territorio de los Estados Unidos, se crearon diversas organizaciones con el objetivo de facilitar y viabilizar la remoción del mayor número posible de estas personas del suelo norteamericano hacia un punto de la costa oeste del continente africano.
Fue a partir de estas iniciativas que se fundó el país que más tarde se llamaría Liberia, es decir, un Estado construido en medio de África Occidental bajo el liderazgo y control de antiguos esclavos de los Estados Unidos. Sin embargo, se impone una pequeña pregunta: ¿Qué se iba a hacer con aquellas personas que habían habitado durante mucho tiempo la zona que se convertiría en Liberia? ¿Por qué su tierra, su riqueza natural y su gobierno debían ser asumidos por personas que no eran de allí? ¿Debían someterse pasivamente a una nueva casta de dominadores de otras tierras?
Es cierto que los recién llegados habían sido víctimas de las horrendas atrocidades de la esclavitud. Pero sus verdugos eran esclavistas estadounidenses de pura cepa europea, y nadie de los lugares a los que eran llevados.
Sin embargo, los que acababan de llegar para imponer su dominio sobre las poblaciones originarias y apoderarse de todas las tierras existentes también tenían la piel negra, ya que descendían de personas que habían sido sacadas a la fuerza de África y llevadas a América para sufrir los horrores de la esclavitud. A día de hoy, constituyen la capa de élite gobernante de Liberia, esa porción minoritaria que subyuga y explota a la inmensa mayoría del resto.
Muchas personas de todo el mundo expresan su indignación ante esta situación de descarada colonización dirigida por antiguos esclavos. ¿No deberíamos entender esta negativa a estar de acuerdo con el sometimiento y el despojo de los habitantes originales como un acto de racismo, ya que los nuevos colonizadores son de piel negra y han sufrido mucho?
De hecho, por muy buenas intenciones que tuvieran, la principal consecuencia de la actividad de los partidarios de la propuesta de suavizar el problema de la esclavitud en territorio estadounidense trasladando a los negros al continente africano fue, en la práctica, transferir la carga de los daños que se les habían infligido a quienes no tenían ninguna responsabilidad en ellos. En otras palabras, con el pretexto de aliviar las penurias de aquellos seres humanos a los que el colonialismo había convertido en mercancías en Estados Unidos, se crearon nuevas víctimas de un nuevo tipo de colonialismo en medio de África.
Y, reconozcámoslo, oponerse a la dominación impuesta por esta nueva élite de Estados Unidos, que ocupó y usurpó las tierras, los bienes y los derechos de los pueblos africanos originarios, no debe entenderse como racismo de ningún tipo, aunque los usurpadores tuvieran la piel oscura y ascendencia africana.
La forma justa de remediar los crímenes cometidos contra quienes habían sido llevados por la fuerza a realizar trabajo esclavo en Norteamérica debería haber sido una amplia y generosa indemnización a favor de las víctimas en nombre de sus victimarios. Sin embargo, se tomó un camino que llevó a transponer el problema a quienes nada tuvieron que ver con su aparición. Se trata de una forma flagrante de pagar los crímenes propios con la sangre de los demás.
Este paralelismo trazado con el caso liberiano pretende facilitarnos la comprensión de cómo los grupos de colonialistas buscaron soluciones que pudieran paliar las crisis vividas en el seno de las sociedades europeas, sin atreverse a atacar las estructuras que sostenían estos sistemas. Para ello, recurrieron a proyectos que también eran inherentemente colonialistas.
La violenta persecución desatada contra enormes contingentes de judíos que habitaban toda Europa en la primera mitad del siglo pasado no fue originada ni llevada a cabo por élites o pueblos de Oriente Medio, Asia o África. Los graves problemas que afligieron a las masas judías durante unos dos milenios fueron causados principalmente por europeos. El surgimiento y crecimiento del movimiento sionista se debe en gran medida a esta faceta relacionada con la discriminación que sufrieron las masas judías en los países europeos hasta el acontecimiento de la Segunda Guerra Mundial.
Debemos recordar que, hasta las primeras décadas del siglo XX, había en Europa un número significativo de personas de origen judío. La gran mayoría era gente que vivía del trabajo asalariado. Un buen número de ellos se había adherido a los ideales de la lucha por la emancipación de la clase obrera del yugo de la explotación capitalista. Por eso, como sabemos, muchos de los dirigentes de los movimientos obreros europeos de principios del siglo pasado tenían ascendencia judía.
En esta situación de turbulencias y riesgos para la persistencia del sistema capitalista surgió lo que más tarde se conocería como fascismo, del que el nazismo representaba su vertiente característica alemana. Desde sus inicios, los nazis-fascistas se dieron cuenta de la importancia de apelar a algún grupo social que pudiera ser utilizado como chivo expiatorio de todos los males que las crisis capitalistas engendraban. Por ello, en Alemania y en varias otras regiones de Europa, los judíos se transformaron en el prototipo del enemigo común que había que combatir. Esto sólo fue posible porque en aquella época había un número significativo de personas que se identificaban como judíos. En vista de ello, sería más factible llevar a las grandes masas a absorber los mensajes de las campañas de comunicación que pretendían sedimentar en el imaginario colectivo la idea de la responsabilidad de los judíos en todos los males que sufría la sociedad en su conjunto.
Aprovechando este marco, al final de la Segunda Guerra Mundial, los principales exponentes del sionismo actuaron en armonía con los intereses de varios otros sectores de las clases dominantes para eliminar de Europa el factor de conflicto social que representaba el elevado número de personas de ascendencia judía. En vista de ello, de forma análoga a lo que había ocurrido en el caso de la expulsión de los negros de Estados Unidos para la creación de Liberia, el movimiento sionista cobró fuerza en su objetivo de trasladar una parte significativa de la población judía de Europa a la región de Palestina. Al mismo tiempo que aliviaban los conflictos intraeuropeos, los europeos identificados como judíos iban a ocupar una región estratégica para los intereses de las potencias capitalistas occidentales bajo el paraguas de un movimiento que actuaba en completa armonía con esos objetivos.
Una vez más, cabe preguntarse: ¿qué debían hacer los pueblos que ya estaban allí desde hacía miles de años?
Al igual que en el caso estadounidense-africano antes mencionado, en la actualidad existen ciertos grupos de personas que expresan una mayor sensibilidad ante las espantosas condiciones de vida impuestas por el Estado de Israel a quienes se resistieron a los violentos procesos de expulsión y exterminio practicados por los sionistas desde el primer día de la constitución de su Estado. Nos referimos a quienes se identifican como «sionistas de izquierda».
A diferencia de los sionistas comunes, que no dudan en proponer abiertamente la expulsión completa y el exterminio puro y duro de los palestinos que aún permanecen en la zona, nuestros «sionistas de izquierdas» demuestran querer encontrar alguna fórmula que alivie las penurias que sufre este pueblo discriminado.
Sin embargo, estos «sionistas de izquierda» se oponen resueltamente a cualquier cuestionamiento de las estructuras que sustentan el Estado de Israel, un Estado diseñado por y para los judíos. Incluso están de acuerdo en que se hagan algunas concesiones para suavizar la extrema crueldad con la que el sistema de apartheid israelí trata a sus pueblos originarios no judíos. Pero no admiten bajo ninguna hipótesis que se ponga en tela de juicio el sistema colonialista que lo engendró en esa región que antes era Palestina.
Según el célebre historiador israelí Ilan Pappé, un «sionista de izquierda» se enfrenta a una contradicción insoluble. Es sencillamente imposible ser verdaderamente de izquierda y al mismo tiempo querer preservar las bases estructurales impuestas por el colonialismo. No existe tal cosa como un «colonialista de izquierda».
Por lo tanto, la reacción violenta de estos «sionistas de izquierda» ante la actitud del músico Roger Waters en defensa de la causa palestina es intrínsecamente reaccionaria, un comportamiento de derecha. Al igual que los nazis-fascistas necesitan un enemigo común para unir a sus ejércitos, para los sionistas (incluidos los llamados sionistas de izquierdas) este objetivo común se obtiene de la designación «antisemita», atribuida a todos aquellos que no aceptan su posición.
Aunque pueda argumentarse que es una exageración comparar el nazismo de Hitler (con sus campos de concentración y exterminio) con el deplorable sistema de apartheid vigente en el Estado de Israel, en el fondo la comparación no está del todo fuera de lugar. A todos los efectos, la posición de Roger Waters expresa lo que todo humanista verdaderamente de izquierda debería considerar siempre como su obligación más apasionante: asumir sin vacilar la causa de los más humildes frente a la opresión de los poderosos. Y entre el pueblo palestino y el Estado de Israel no hay duda de quién simboliza al opresor y quién al oprimido.
Jair de Souza es economista graduado en la UFRJ; magíster en Lingüística también por la UFRJ.
Fuente: Desacato.info.
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