El domingo 22 de junio de 2014 tomaba el tren, tempranito. Solo mi primo Ofer sabía adónde me dirigía y fue él quien me llevó a tomar el tren en Acre.
VI
NO NOS IREMOS
Tawfiq Az-Zayyad
…Somos los guardas de la sombra
de los naranjos y de los olivos
sembramos las ideas como la levadura en la pasta
nuestros nervios son de hielo
pero nuestros corazones despiden fuego
cuando tengamos sed
exprimiremos las piedras
comeríamos tierra
si tuviéramos hambre
PERO NO NOS IREMOS
y no seremos avaros de nuestra sangre
Aquí
tenemos un pasado
un presente
Aquí está nuestro futuro
Despertador para las 6:45, no fuera a quedarme dormida por primera vez en la vida. A las cuatro abrí los ojos, casi segura de que ya era la hora. A pesar del cansancio de tantos partidos de Mundial a la una de la mañana, el olor a vaca del kibutz lo invadía todo, al punto de no dejarme dormir, junto con la ansiedad. Ninguna novedad en internet, respiración profunda y a dormir otra vez. A las seis, el sol ya entraba por las rendijas. Repasé mentalmente todo lo que tenía que llevar y cuando me di cuenta ya estábamos en el auto camino a la estación del tren en Acre.
Desde que llegué me choca la “normalidad” que se ve desde cuando uno llega al aeropuerto hasta el norte en la frontera con El Líbano. Solo “pequeños” detalles de seguridad: hay detectores de metales en las entradas de centros de compras o estaciones de tren y autobuses, por lo menos en esa parte del norte donde yo estaba. Era domingo y decenas de soldados regresaban a sus bases. Uniformados con mochila, celular, muchos hombres con su ametralladora (especie de prolongación de su cuerpo), como si fueran colegiales en el primer día de clases. Todos cuchicheaban mientras hacíamos fila para pasar por los rayos X después de comprar el pasaje. Pagué setenta y cuatro shekels, ida y vuelta (menos de veinte dólares), por una travesía que dura más o menos una hora y media. Había dudado entre tomarme un bus, para poder ver el paisaje, o el tren. Me decidí por este último porque quería llegar a mi destino lo antes posible.
A medida que las estaciones pasaban, se veía cada vez más verde oliva. Eran jóvenes que deberían ser como cualquier otro, pero que cumplían con un servicio militar de tres años los varones y dos las mujeres; una sociedad mentalmente militarizada y aterrada. Me chocaba ver entrar por la puerta corrediza esos fusiles de última generación, los mismos que apuntaban y mataban palestinos, no importa si eran ancianos o niños.
El pensamiento viajaba a la velocidad de la luz, saltando de la anormal normalidad israelí a la realidad de la Ocupación, que tan bien creía conocer. Perdida en mi mundo, casi me pasé de estación y nadie en el vagón se dignó a contestarme si esa era la estación Savidor, la mayoría eran rusos que no sabían inglés y casi nada de hebreo. La única respuesta que recibí fue caras indiferentes. En una corazonada, salté en el último segundo antes de que el tren volviera a partir. Si esa no era la estación podría tomar la formación siguiente. Pero no me había equivocado. El bus que me llevaría a Jerusalén paraba fuera de la estación.
Después de salir de la plataforma, encontré tres chicos con kipá frente a un cartel que decía: «Danos cinco minutos para los amigos». Se refería a los tres colonos desaparecidos muy cerca del pueblo al cual yo iba. Esta campaña «Devuelvan a los muchachos» estaba por todas partes y en esa estación de Tel Aviv se veía gente rezando y hasta escribiéndoles notitas. Me acordé de los rostros de las madres de los jóvenes, sonrientes en la televisión, totalmente ajenas a que esta situación se transformaría en el mayor castigo colectivo a Cisjordania de los últimos diez años, con redadas en toda el área de Hebrón, de día y de noche, heridos, muertos y más de doscientos palestinos secuestrados (además de los más de 5200 que se encontraban en las cárceles israelíes, algunos sin acusación de ningún tipo —las llamadas detenciones administrativas). Casualmente, este hecho sucedía después de que la Autoridad Palestina, que gobierna Cisjordania, y Hamas, que controla la Gaza estrangulada por un bloqueo (Nuestra América, ¿les suena la palabra bloqueo?), anunciaran un gobierno de unidad. Cuando hasta el perrito faldero de Estados Unidos empezaba a pedir que el gobierno israelí parase la construcción de colonias judías en Cisjordania y la Unión Europea comenzaba a tomar medidas, aunque tímidas, contra los productos de estas colonias, Netanyahu se las daba de gran estadista ofreciendo conferencias de prensa a toda hora con la promesa de traer de regreso a los jóvenes y, por supuesto, debilitar a Hamas, su «eterno» enemigo desde que había ganado las elecciones democráticas de 2006.
Me apresuré a salir de la terminal Arlozorov, después de que una empleada casi se molestara conmigo por preguntarle dónde paraban los buses a Jerusalén. Pasé por un molinete gigantesco y, a lo lejos, vi una parada. Allí no era y un señor me indicó el lugar correcto. Tuve que correr para no perder el 480 que estaba saliendo. El boleto se compraba arriba a un conductor malhumorado, especialmente con los extranjeros que no sabíamos cómo manejarnos. Las ventanas hacían juego con el ánimo del chofer, pues estaban sucias y no pude ver nada en el trayecto de una hora, a pesar de la gran cantidad de luz que me acompañaría en el resto del viaje.
De Ramallah me llamaban cada tanto para saber si estaba bien y no me había perdido. Mi viaje por los territorios palestinos ocupados por Israel en 1967 empezaría por la mal llamada «capital administrativa» de Cisjordania. Es bueno aclarar que, como bien dice Miko Peled, todo el territorio palestino está ocupado desde 1948 y no corresponde la distinción entre el «grupo» Cisjordania, Jerusalén oriental y Gaza y el resto.
La quinta llamada desde Ramallah la atendí en la plataforma de llegada de la estación de buses de Jerusalén, un subsuelo oscuro e intimidante que llevaba a un moderno centro comercial repleto. Nada más salir a la superficie, y más y más soldados. Afuera pregunté cómo ir a la Ciudad Vieja y tenía dos opciones: el tranvía o autobús. Opté por el primero, totalmente ajena a que este transporte público había sido construido para unir el Oeste con Jerusalén Este, parte de la ciudad ocupada en 1967 y anexada, ilegalmente, como capital del Estado de Israel, en 1980. Nadie de la llamada comunidad internacional reconoce a Jerusalén como capital israelí, tanto es así que ningún país ha trasladado su embajada desde Tel Aviv. El Este palestino sufre cada vez más con la colonización y la «judaización» de la zona. Para estos colonizadores es que fue construido el tranvía en un intento de normalizar su establecimiento en área palestina.
Me bajé, junto con varios turistas, en la estación Puerta de Damasco. Todavía me acuerdo de la sensación de estar en un sueño al ver el Domo de la Roca, anhelo de todo palestino en el conjunto de Al Aqsa. En vez del sol, su cúpula dorada me brindaba un amanecer inesperado. Y sí, era yo la que emprendía el retorno a un lugar donde nunca había estado.
Pedí ayuda a un señor palestino que amablemente me explicó varias veces cómo llegar a la estación, porque «la que está justo en frente de la Puerta de Damasco es la otra, con los buses a Belén». Solo me detuve para tomar unas fotos de la Ciudad Vieja por fuera. No quise demorarme paseando porque ya habría tiempo. ¡Ah! el tiempo… En ningún lugar hay que aprovecharlo más que en Palestina. Nada se debe dejar para después.
A pocos metros de la Puerta de Damasco, por Nablus Road, me esperaba el bus 19, con aire acondicionado, muy nuevo, para lo que estamos acostumbrados en América latina. Un bus palestino para palestinos (y los turistas «valientes» que se atreven a meterse con los «salvajes»), listo para partir, ya lleno de mujeres y hombres palestinos (que tenían permiso para entrar a Jerusalén Este).
Continuará…
Extracto del libro Una Judía en Palestina, de Tali Feld Gleiser.
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