
Por Yitzhak Laor.
No deja de ser paradójico que Alemania haya convertido el capítulo más sombrío de su historia en el símbolo de la nueva identidad europea: el Día de la Memoria del Holocausto. Merece la pena pararse un momento en la elección de la fecha, no solo porque la decisión de Alemania ha sido adoptada por otros Estados, sino también porque revela con absoluta claridad el proceso de amnesia que ha permitido a la memoria construirse a sí misma. Alemania no eligió un día para recordar todos los crímenes nazis. No eligió el día del ascenso de Hitler al poder como fecha para su conmemoración oficial, ni el día en que se promulgaron las leyes raciales antijudías, ni el 9 de noviembre, día en que los nazis decidieron desencadenar la Kristallnacht (N. de la R.: Noche de los Cristales Rotos) y que durante años fue un día conmemorativo no oficial para muchos colectivos de la sociedad civil alemanoccidental hasta su sustitución por el nuevo día oficial. Y tampoco eligió el día de la invasión de Polonia, invasión que marcaría el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Alemania no conmemora ni el 8 ni el 9 de mayo, fecha de la caída del Reich. ¿Por qué ha elegido precisamente el 27 de enero, el día de la liberación de Auschwitz?

Es evidente que en la República Federal Alemana no nació de la nada el “Año Cero”. Como muchos autores nos han recordado, su aparato judicial incorporó a muchos magistrados que habían servido bajo el régimen de Hitler. La proscripción, tras la guerra, de los miembros del partido nazi que habían sido funcionarios perdió muy pronto todo su sentido bajo la influencia estadounidense. El nombramiento de Hans Globkhe —un jurista que había contribuido a la promulgación de las leyes de Nüremberg y antisemitas en los territorios ocupados por los nazis— como subsecretario de Estado de Adenauer y jefe de personal de la Cancillería germanoccidental entre 1953 y 1963, con la justificación de que no había sido formalmente miembro del Partido Nacionalsocialista, fue el símbolo más flagrante de continuidad durante aquellos añosi. Las élites económicas alemanas que habían desertado del ejército nazi no recibieron pensión alguna; los que sirvieron en las SS sí. En lugar de un autoexamen oficial, el Estado alemán ha preferido dejar de lado todas las cuestiones relacionadas con el período nazi y diluirlas dentro de la cuestión de Auschwitz. Los Globkes, Krupps, IG Farben y los jubilados de las SS no pagaron precio alguno; y tampoco se pagaron indemnizaciones a los resistentes. Recordado solo como el Holocausto, hoy el pasado lo forman exclusivamente las víctimas —el pueblo judío— y sus ejecutores, los alemanes del pasado.
Este proceso alcanzó su punto álgido en los días posteriores a la reunificación alemana. Como república estable, sólidamente establecida dentro de una Europa institucionalizada, Alemania empezó a completar la reconstrucción del pasado, transformando el recuerdo del nazismo en la memoria del genocidio, y el genocidio en memoria del Holocausto. Más de ocho millones de soldados soviéticos murieron luchando contra la Alemania nazi; se estima que unos 16 millones de ciudadanos soviéticos murieron durante la Segunda Guerra Mundial, muchos de ellos de Ucrania o de Bielorrusia (la actual Belarús). El recuerdo oficial de aquellas muertes parece programado para seguir los mismos pasos que el olvido de la URSS; apenas hay espacio para ellos en Día del Holocausto. Lo mismo cabría preguntarse sobre el monumento a los judíos levantado en el centro de Berlín: ¿No sería tanto o más importante que también se honrara a los cientos de millones de no judíos que también murieron, en su justa proporción? ¿Es acaso su muerte menos importante que las otras?
E insisto, ¿por qué Auschwitz en particular? ¿Por qué no Bergen-Belsen, por ejemplo, que al menos está en Alemania? Aunque las peores atrocidades se concentraran en aquel campo, la elección de ese lugar ¿no repite acaso lo mismo que hicieron los nazis, relegar el horror “allá”, fuera de la patria, lejos en el este entre los “eslavos inferiores” (los viajes escolares a Polonia organizados por el Ministerio de Educación de Israel también sirven para relegar el genocidio judío a la periferia de Europa; cuesta más imaginar este tipo de visitas a campos como Dachau, Bergen-Belsen o Buchenwald, en el corazón de Alemania). La Shoah de Lanzmann participa del mismo proceso de alejamiento: el horror tuvo lugar en el Este.
iDurante el juicio contra Eichmann, Ben Gurion, para complacer a Adenauer, ordenó a la fiscalía que no mencionara el papel de Globke en el genocidio judío.
Yitzhak Laor es un poeta israelí, novelista y activista político.
El texto completo se encuentra en el libro Las falacias del sionismo progresista. El nuevo filosemitismo europeo y el “campo de la paz” en Israel. Prólogo de José Saramago. Edicions Bellaterra, 2012
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